La imagen del gato anaranjado es de Milena, mi nieta mayor, cuando tenía cuatro años. Aunque no es este el caso, hoy algunos «Gatos» se emparentan con monstruos.
El relato Monstruos es el primero que escribí, en 2010; también es el primero que presenté a un concurso (ya sabéis que vengo de «otras artes»), y ganó el Premio Ánxel Fole de Relatos 2011. Está publicado en Lo que el viento no se llevó, relatos para despertar la memoria, que escribimos Anahí Almasia y yo en 2016, para resaltar dos fechas trágicas: 18 de Julio de 1936 y 24 de marzo de 1976. No es necesario agregar nada más.
Monstruos
Luz Darriba
Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? Y me gustaría darla… regalarla… acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres! ¿Saben? Tienen que jugar a los piratas… hacer ciudades de mármol… reírse… tirar fuegos artificiales.
El juguete rabioso, Roberto Arlt
Mil novecientos setenta y cinco fue un año decisivo en mi vida, y no sólo porque con quince tacos recién cumplidos me sentía habilitado para merendarme el mundo en rodajas, sino porque todo lo que sucedió a partir de aquel verano salvaje me marcó para los restos.
Mi viejo se había ido de casa, o mi vieja lo había echado, podrida como estaba de aguantarle todas las insensateces y no obtener ninguna gratificación a cambio. Mi hermano, cinco años mayor que yo, traía a la pobre por la calle de la amargura con sus incursiones en grupos políticos, que, según ella, estaban desestabilizando al país. Aunque, para ser justos, lo que a la vieja le preocupaba, el motivo de su angustia, era que le pasara algo al Beto, tan joven y tan tremendamente boludo e idealista.
La gallega tenía diez años cuando estalló la guerra civil en España, pero era lo bastante lista como para olerse la que nos iba a caer en picado en forma inminente. Para colmo, yo me había llevado ocho materias, como quien dice todo, menos gimnasia —engañaba al profesor con mis supuestos deseos de estudiar educación física— y plástica —se me daba bien—, y la mujer no ganaba para disgustos. Yo creo que, haciendo de tripas corazón y frente a la responsabilidad de pilotar solita aquella nave, me dio un ultimátum necesario: ¡o estudiás o trabajás! Con rima y todo: ¡no hay vuelta atrás!
Así que, ante la tarea tan colosal como absurda de pretender salvar en tres meses las ocho asignaturas que no había podido aprobar en un año, me puse a recorrer las calles en busca de un trabajo que tranquilizara a mi vieja y me devolviera un cacho de dignidad.
Buenos Aires era la ciudad más linda del planeta —o eso le parecía a este mocoso que sólo había estado una vez en Mar del Plata, de excursión en la primaria—, pero, mi megalópolis de postal se estaba poniendo pesada, muy pesada, más allá de que las temperaturas batieran marcas aquel verano. Por todas partes aparecían personajes extraños conduciendo coches sin matrícula, armados hasta los molares, haciendo gala de la peor mala leche conocida, y el miedo se empezaba a empotrar en la piel con mayor eficacia que la famosísima humedad porteña.
Yo era un enano, con cara de enano, por lo que, de alguna manera y para mi fortuna, era ignorado por aquella panda de desquiciados. En ese clima, y con mis cuatro certezas a buen recaudo, me lancé a patear las calles ansiando detectar unos carteles: se busca chico para los mandados (recados), o alguna otra consigna en la que encajaran mis modestas pretensiones y habilidades.
Así llegué al cuarto o quinto día de caminata a una tienda enorme en el barrio de Caballito, que lucía espléndida uno de esos anuncios. Un lugar de difícil catalogación. Incluso ahora que han pasado tantos años y lo recuerdo con exactitud matemática, no hallo las palabras con las que describir aquel tugurio. Una casa de dos plantas con un sótano en el que cabría todo mi vecindario, pero en el que no entraba ni un alfiler a presión, tal y como estaba atiborrado de los objetos más estrambóticos que mis ojos hipermétropes hubieran visto jamás.
El dueño era también un ser de difícil encasillamiento. De origen alemán, había nacido en este enorme país alimentado por innumerables migraciones, siendo nuestro germánico local todo lo germanófilo que se pueda ser, en el sentido más deficiente del término. Para un pibe de quince años, que no entiende de política ni de repartos del mundo, personificaba a un cerdo explotador que tenía a sus empleados, a los que consideraba menos que basura cósmica, debajo de los horribles botines ortopédicos a los que era tan afecto.
Sven, el susodicho, aunaba tal concentración de defectos que era en sí mismo un compendio de los planes fallidos de Dios: desagradable, desconsiderado, sucio, déspota, tacaño, y aburrido.
Una pobre chica a la que aterrorizaba con su sola presencia, su hija, trataba de ayudar al desenvolvimiento del negocio. Joven poco favorecida, con una piel de textura jabonosa y una cabellera exigua y casi blanca engomada a su cráneo, jamás miraba a nadie a los ojos. Por instinto sentí pena por ella; nada menos que un renacuajo como yo, un futuro paria de la tierra. Pensaba, entre mi inconsciencia adolescente y la pequeña seguridad en mí mismo que había logrado acuñar a pesar de los pesares, que lo mío era transitorio, saldría de esa nebulosa entre pésimo alumno, trabajador sin cualificación e hijo trasto. Soñaba para mí un tiempo lejos de la miseria constante y los vaivenes de una sociedad enferma. Me tenía fe, aunque resultara incomprensible entonces. Pero esa chica de piel traslúcida por la que podría recorrerse su mapa sanguíneo, esa muchacha de mirada difusa y dolorida con ese padre imposible, no tenía, para mí, ninguna esperanza.
Convivían en el esperpéntico local las ocho horas reglamentarias —y todas las que el cretino del dueño conseguía robarnos—, otras cuatro personas que parecían haber escapado del casting de una película gore. Un hombre de edad indefinida, canijo y rechoncho, que iba detrás de Sven abrillantándole los zapatos con la lengua, dos hermanas en la cuarentena que llevaban en el negocio media vida, y un viejo doblado en dos por el peso de los años y una patología de columna que avanzaba hacia el infinito. Un panorama desolador que no me arredró en el momento de postular mi persona para conformar uno más del elenco estable de aquel circo disparatado.
Recuerdo que Sven me miró de arriba a abajo buscando mis defectos físicos más ocultos, me interrogó como si fuera un prisionero, y finalmente aceptó que me quedara. Íbamos a ver si yo era capaz de aguantar el ritmo marcial —cosecha propia.
Lo que sucedió a partir de ese momento ha sido tantas veces objeto de estudio y reflexión por mi parte, que, en ocasiones, no lo relaciono con mi persona: es como si alguien me lo contara con todo lujo de detalles y yo lo retuviera en la memoria del mismo modo.
La tienda quedaba en uno de los barrios más populosos de la ciudad, en una calle secundaria, ocultada del ruido. Fue ahí, en ese sitio, donde hice mis pinitos de supervivencia mientras el país se emborrachaba de ignominia.
Al parecer había sido contratado, por decirlo de algún modo, para traer y llevar paquetes, entregar mercadería, y realizar pequeñas diligencias, pero, a los pocos días de atravesar aquella puerta bordada de telarañas, yo era el individuo en el que todo el mundo descargaba urgencias y miserias.
Lo que me iba a pagar el cicatero de Sven era tan ridículo, que caminaba todos los días unas veinte cuadras para que el uso del transporte público no convirtiera en ruinosa mi tentativa de contribuir con la economía familiar. El panorama que se me presentaba era más que patético, pero, por un lado el ultimátum de la gallega iba en serio, y por otro no tenía ganas de gastar las suelas de las deportivas, que me había regalado el Beto en mi último cumpleaños, para seguir buscando posibilidades que nadie me garantizaba que pudieran ser mejores. Además, debo confesarlo ahora que el tiempo ha barrido casi todo: ese sitio despertaba mi curiosidad, seguramente malsana, pero curiosidad al fin.
El negocio en sí era una especie de rastrillo monumental en el que venían a converger, por distintos y múltiples caminos, objetos de todo tipo que podríamos clasificar como inclasificables. Antigüedades, cosas viejas, trangalladas, que diría la gallega. Trastos manados de un vertedero y otros de una delicadeza, un estilo y un valor, que ameritaban un escaparate más propio. Lo verdaderamente insólito era la abundancia de cajas, paquetes y bolsas, conteniendo quién sabe qué objetos: la Biblia y el calefón, en total armonía.
Al principio, cuando regresaba exhausto y sudoroso de transitar a pie la ciudad porque el rastrero de Sven no me daba dinero para desplazamientos, me acercaba de a poco a curiosear a los demás. Sven daba órdenes, pegaba cuatro gritos, y aquel reducido ejército de infortunados gestionaba su cometido entre la mugre. Yo me cosía a cualquiera de ellos hasta que el nazi detectaba mi ausencia de su campo visual, y exploraba nuevas derivaciones de aquella empresa. Supe que infinidad de piezas provenían de la basura que en esa época los ricos aún tiraban a la calle, muchas tenían un claro origen ilícito: el hurto por encargo, y algunas procedían de los desgraciados que, en las diez de últimas, vendían hasta el rosario de la primera comunión al bicho de Sven.
También aparecían por el negocio unos individuos decididamente impresentables, clones de los que circulaban en los Ford Falcon sin chapa, que traían y llevaban paquetes de los que sólo Sven conocía su contenido.
En cuanto el viejo me mandaba al sótano a mover cajas, que duplicaban mi tamaño y mi peso, yo aprovechaba para hurgar como una rata en los rincones con el fin de catar —por simple curiosidad— qué demonios encerraban aquellos asquerosos paquetes. Así comencé a entender, que, como en la vida, lo más infame podía coexistir con la maravilla. Ni más ni menos que la condición humana.
Dado que en cualquier momento el nazi podía notar mi tardanza más de la cuenta, bajar al sótano, y descubrir mis incursiones en sus depósitos, debía moverme con la plasticidad de un jaguar y la maestría del gran Houdini. Cosas ambas que, por suerte, iba adquiriendo con el paso del tiempo, junto con una molesta pelusa porfiada en crecer en mi barbilla y otras urgencias físicas de las que no creo oportuno hacer comentarios. Además, había días en que Sven salía a perpetrar sus propios chanchullos, y otros en los que, emocionado por las oportunidades de concretar productivos negocios, se olvidaba por completo de mi presencia indiscreta y peluda.
Así fui encontrando una legión de soldaditos de plomo con sus cañones y su caballería, unos increíbles juegos de porcelana inglesa, a los que pese a faltarles tapas a las teteras o azucareras —o no completar el número de servicios— eran de tal primor, que aun un ignorante como yo lo reconocería sólo por el tacto. Y Quimonos de seda llenos de moho pero bordados con finísimos hilos de oro, jarrones chinos delicadamente decorados, tapices de gobelino, copas de cristal de Bohemia que producían música al chocar unas con otras, espejos, esculturas de ébano o tallas en marfil más o menos enteras… Ignoraba de qué gen relegado —o recesivo— me venía esta ansia chatarrera, pero lo cierto es que me fascinaban aquellos fenómenos aparecidos cada día, al punto de perder la aprensión a trabajar en ese sitio, a aguantar a la tropa de desgraciados, a las monsergas del nazi, y a lidiar con la marabunta, no sólo de diligentes hormigas o veloces arañitas sino de todas las sabandijas que podían subsistir amparadas en cartones y suciedad.
De modo que cuando Sven se descuidaba y los zombis se afanaban en sus minúsculas empresas, yo me tiraba al sótano como quien se sumerge en un cálido mar de aguas transparentes.
Una de mis primeras decisiones en los reinos del inframundo fue separar la paja del trigo, o sea, la porquería de lo bueno. Que en eso también me iba especializando. Mudaron así de domicilio los platos de la Royal Albert, los huevos —rotos— de Fabergé con sus soportes, las pequeñas tallas de Carrara y las marionetas de Indonesia, para compartir alojamiento en unas cajas limpias y prolijas que yo recauchutaba a diario.
A medida que me iba familiarizando con la mercancía, mi cabeza volaba a los lugares donde quién sabe qué personas la crearon; no dejaba de sorprenderme con cada pieza y, sin la menor intención, estragaba buena parte de sus atributos. Sin ir más lejos, unas preciosas figuras de porcelana china, con delicadísimos e ínfimos dedos, manos, trenzas o abanicos, fueron por obra y gracia de mi absoluta torpeza convirtiéndose en lisiadas. Pese a que ponía el mayor tiento al desenvolverlas o liberarlas de sus cajas, algo de ellas se quedaba en mis manos, más diestras con la pelota que con las antigüedades. La primera que rompí constituyó un hecho traumático. Sopesé el ser honesto y contárselo al nazi, esconderla, o restaurarla con ese nuevo adhesivo que sujetaba con una gotita un rebaño de merinas a la cordillera de los Andes. Opté por esto último comprando el publicitado producto con mis modestos ahorros e intenté, con la pericia cero de la que disponía, fijarle los minúsculos dedos a la geisha de porcelana. Sólo conseguí adherir los míos a ella con una fuerza tan inusitada, que la que tuve que oponer para recuperar la mano dejó al descubierto mis dedos en carne viva. No había retorno, así que oculté el delito y seguí con los recados del día, hasta que la curiosidad y la inconsciencia me llevaron nuevamente a revolver los milagros del sótano, una y otra vez, y a cargarme partes y partes de incontables y, en ocasiones, valiosas piezas.
Afuera, quiero decir, en el mundo exterior, el clima apocalíptico iba in crescendo. Mi vieja cada vez estaba más preocupada por mi hermano, y las sirenas de los coches sin matrícula se habían apoderado de la ciudad como si fuera su propio coto de caza. Bandas de paramilitares dejaban muertos a granel en los descampados, el gobierno se fragilizaba, y yo persistía en romper, uno a uno, todos los objetos de la tienda de los horrores.
Mi relación con el particular grupo de compañeros y el jefe no mejoraba, aunque debo admitir que, en buena medida, era debido a mi responsabilidad. No hacía nada por congraciarme con ellos. El canijo se había convertido en una especie de embajador ante los tipos rudos que aparecían cada vez con mayor frecuencia detrás de los paquetes descomunales, sin pudor por disimular su oscuro origen. Incluso portaban armas a la vista, con la impunidad que sólo podía darles la pavura que infundían.
Las hermanas se licuaban en el espacio, subsumiéndose la una en la otra, incapaces ambas de enfrentar la vida fuera de esa atalaya engañosa. El viejo practicaba el postrero demi-plié de su desgraciada vida; de hecho, al poco tiempo de huir de allí, supe por el vendedor de diarios que se había ido de este barrio con la misma discreción con la que arrastraba cada mitad de su cuerpo hasta casi juntarse con la otra. Con la malignidad propia de la juventud me pregunté cómo lo habrían desbloqueado para introducirlo en una caja de madera.
La hija del nazi me miró una vez. Hasta llegué a imaginar que sonreía, dejando ver unos horripilantes aparatos de rectificación dental, lo que me llevó a poner en duda mi teoría sobre su imposibilidad de rescate.
El nazi sí que no tenía la más mínima alternativa de cambio. Respiraba felicidad al integrarse a las estructuras del nuevo país que se urdía en los cuarteles. A pasos de gigante, y como si se hubiera preparado toda su vida para ser espectador de los acontecimientos que nos lloverían desde el mismísimo infierno, iba ganando empaque y seguridad, proclamando sin vergüenza sus repugnantes ideas, festejando por adelantado la victoria de los suyos.
Toda vez que lo veía detrás del mostrador, con sus bigotes grasientos y sus tirantes ridículos, me ensañaba con mayor ferocidad con las pocas piezas que restaban incólumes.
El engranaje sutil que había montado con esmero estuvo a punto de irse al traste por la irrupción inoportuna de alguno de los empleados. En un par de oportunidades fue la hija del nazi, Zelda —no podía tener un nombre más apropiado—, la que descendió tímidamente las escaleras del sótano, movida por la inquietud u obligada por su padre. Su imposibilidad de establecer contactos normales con las personas o las cosas me dejaron a salvo, manteniendo mi secreto. La muchacha de vidrio no era capaz de tocar nada que estuviera en el suelo sin ir corriendo a lavarse las manos hasta que le sangraran. Quizás padeciera lo que hoy se conoce como trastorno obsesivo compulsivo —nada extraño intuyendo la crianza que pudo haber tenido— y por eso evitaba aquel sitio en el que yo fabricaba mis tesoros asomándose sólo desde la mitad de la escalera.
Otras veces, las hermanas bajaron, cual siamesas, a decirme que el ogro me requería. Pero tampoco profundizaron en las entrañas de mi territorio. Al viejo —Isaac— le resultaba imposible lo del sótano, y Bruno, el hombrecito obsecuente, no consideraba de su incumbencia mis dominios. Pero un día bajó Sven acompañado de tres fornidos matones. Por suerte, enfilaron por otro de los pasillos a cuyos lados se apilaban las cajas y pude ocultarme, casi sin respirar, detrás de un montículo situado en el sector en el que practicaba mi experimentación artística. Desde mi pequeño zulo escuché una parrafada tan macabra entre ellos que, para bien de mi salud mental, olvidé por completo al punto de imaginarla parte de un mal sueño.
Por entonces, ya había hecho acopio de decenas de restos: manos y pies de porcelana, lanzas y espadas metálicas, salvavidas y otros mecanismos de madera desprendidos de los barcos de vela, trocitos aleatorios de cristal o loza, restos textiles hindúes que fui cortando con cuidada mala uva, las bellísimas rosas de la porcelana Capodimonte, en fin, un titánico arsenal de belleza que yo había destruido, primero sin intención, y luego con toda la saña de que era capaz mi mente en edad del pavo.
Con ellos, uniendo y desuniendo, cortando, lijando, pintando, encastrando unos con otros, al principio sin orden ni concierto y luego con un sentido de la estética que me desconocía, fui armando artilugios que yo llamaba descaradamente obras y que constituyen el objeto de este recuerdo.
A fuerza de desplegar una paciencia de anacoreta y un ingenio de prestidigitador, fui creando formas nuevas a partir de mis existencias de reliquias. Iba progresando con cada emprendimiento, así como se disipaba, paso a paso, mi temor a realizar esa actividad clandestina. En pocas semanas junté una discreta cantidad de piezas que me llenaban de orgullo y me reivindicaban, con una venganza sorda, frente a ese homínido descalificador que era mi jefe. Lo que hacía en ese sótano mugriento, escondido, manipulando la cultura con mi ignorante destreza, era toda una declaración de principios que he tardado siglos en comprender.
Reuní mis obras en cajas de zapatos, con sumo cuidado para que no se rompieran, y lamenté la imposibilidad de exponerlas al juicio ajeno. En mi fuero interno sentía que eran todo un hallazgo.
El verano estaba llegando a su fin y debía prepararme para continuar mi malograda secundaria lo cual, en el fondo y para mi sorpresa, deseaba. Aquel agobiante verano daría paso a un otoño gris, que desembocaría en un invierno interminable: una eternidad sangrienta.
Me preguntaba si podría rescatar mis criaturas antes de despedirme para siempre del estío, de la inocencia y de ese lugar que olía a muerte, o si la mejor de las venganzas posibles consistiría en dejarlas allí, a la vista de todos, para que las descubrieran y entendieran que el mundo iba más allá de sus taradas ambiciones, cuando la realidad, que a veces es hasta justiciera, definió a mi favor la partida.
Al día siguiente de recibir mi magro finiquito e ir a decir adiós para siempre a aquellos engendros, un fuerte dispositivo militar impidió que me acercara a la tienda. Unas horas antes el inmueble había explotado en mil pedazos, aparentemente víctima de un atentado subversivo contra un jerarca policial que vivía en el edificio contiguo. No pude conocer la suerte corrida por mis excompañeros o el nazi; los milicos impedían el paso a cualquiera que no formara parte de sus huestes, por lo que mantuve un alejamiento prudencial oyendo el ulular de las ambulancias.
Al regresar unos días después, y ya que los diarios apenas mencionaron el suceso, llegué a evaluar los efectos de la explosión que derrumbó parte de la estructura de la casa. El artefacto había sido colocado en el edificio aledaño, pero, por razones que desafiaban la lógica, la mayoría de los destrozos tuvieron lugar en el nuestro. El vendedor de diarios me dijo que la bomba estalló de madrugada, por lo que ninguno de los empleados había sufrido daños, excepto el dueño y otra gente con la que celebraba una reunión muy nocturna, quienes volaron a alturas que en vida jamás habrían acariciado. Con ellos, como un símbolo de justicia poética, se elevaron también mis pequeños errores por subsanar.
Ese verano había destapado cosas que cambiarían mi vida para siempre. Cosas, cuyo sentido procuro comprender desde entonces. A los pocos meses, cuando todo fue a peor, mi vieja me metió en un avión y me fletó para España con sus parientes. Aquí es donde vivo desde el setenta y seis; pese al tiempo transcurrido aún no he querido o no he podido regresar.
El Beto fue desaparecido como tantos miles de personas durante los largos años de invierno, y jamás hemos vuelto a saber nada de él. Mi madre recorrió impenitentemente decenas de despachos buscando una verdad y una justicia que nunca le llegaron. Murió de un infarto dos años después, sin que ninguno de sus hijos estuviera a su lado.
Yo soy artista, podría decirse que de éxito. Mi trabajo consiste en destripar piezas de todo tipo, antiguas o contemporáneas, regateadas en los rastros de Europa, rescatadas de su opulenta basura, donadas por amistades consecuentes, y armar otras. Otras que construyo con infinita paciencia, con el máximo celo, con la mayor de las dedicaciones, y que luego hago volar con elegancia por los aires, en una ceremonia purificadora.