Montevideo, 1954

Papá y Lucecita, la marciana

Ignoro qué temperatura había. Se que cayó en la Semana de Turismo, que por estos lares llaman Semana Santa. Un lunes de otoño, el otoño primaveral del Río de la Plata.

Mi madre y mi padre habían desembarcado en los estertores de aquel «Uruguay, Suiza de América», en 1951. Con poco más que lo puesto, clandestinos en un barco inglés, sus juventudes atravesadas por el fascismo y sus guerras y «todas las ganas de todo», imagino y casi afirmo.

Al poco tiempo de llegar, haciendo piña con la enorme colectividad gallega, ya tenían trabajo y un espacio digno en el que vivir. A los dos les importaba muy poco aquello de «hacer las Américas». En lo que a ellxs concernía, América, o ese pequeño país al sur del sur, ya estaba hecho. Y muy bien hecho.

Mi padre encontró su sitio enseguida en aquel país de libertades, «como el Uruguay no hay» y «Montevideo, que lindo te veo», en el cual un montón de inmigrantes españoles (de todos los rincones de la península y mayormente gallegxs) y tanos (de todas partes de Italia y principalmente napolitanos, de ahí el mote), habían logrado que calara un profundo sentimiento de clase y una hermosa «anarquía a la uruguaya».

Esto diría, por ejemplo, Jose Bergamín: «No sé si volvería a México o a Caracas, pero Uruguay fue una España idealizada, una España que no ha existido nunca, una España en que realmente lo quieren a uno» … «en aquel momento Uruguay contrastaba mucho con todo el resto de Suramérica. Es el mejor recuerdo que tengo, y además era un país de libertades plenas». Gracias a la estabilidad política y al bienestar económico, Montevideo era una ciudad moderna, tranquila, ‘europea’ y cosmopolita, tanto que, como afirma Fernando Aínsa, «nadie podía sentirse verdaderamente desterrado o expatriado en el Uruguay de entonces», (Rosa María Grillo, Exiliado de sí mismo, Bergamín en Uruguay).

La cultura por todas partes, las elecciones libres, tantos derechos sociales consolidados mucho antes que en el resto de América y buena parte del mundo, un clima agradable y la posibilidad de ganarse la vida sin bajar la cabeza los convenció de que aquella travesía, pese al dolor de dejar vidas y seres queridxs atrás, había valido la pena. Era el Uruguay de los ecos de aquel Mundial de Futbol de Maracaná, en 1950, que había puesto al paisito en el mapa y conseguido que muchxs se preguntaran dónde quedaba aquel paraíso de cientos de playas de blanca arena, embutido entre dos gigantes, con el Carnaval más largo (y para mí, el más hermoso) del mundo y de todas las galaxias conocidas.

Quiero pensar que decidieron que naciera, en mi generación no se hablaba de estas con la madre o el padre; lo cierto fue que aterricé en aquella tierra bendita el 12 de abril de 1954. Mi madre nunca supo la hora, la habían dormido porque ni Dios me sacaba de allí adentro y hubieron de recurrir, en el Hospital, público, por supuesto, Pereira Rosell a los odiosos y enormes fórceps, que me dejaron la cabeza de marciana que aún conservo.

Después pasaron muchas cosas, mucha agua y algunos líquidos más densos bajo todos los puentes, pero eso quedará para otra ocasión. Quédense con que ese mismo lunes, Bill Halley & His Comets, grababan Rock Around the Clock, punto de partida del archifamoso Rock’ n’ Roll y piedra angular de una música, que, por lo menos a mí, me sigue encantando.  

Malvinas

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Puerto Stanley, Islas Georgias, hace 40 años (2 de abril de 1980), lxs habitantes de esa región austral, se despiertan tan sorprendidxs como nosotrxs (un país rehén de una dictadura militar), con una invasión marítima que daría lugar a una declaración de guerra, nada menos que contra el imperio británico.

Los milicos tenían pergeñada esta «hazaña» con la que contaban eternizarse en un poder mal habido, sostenido a golpe de tortura, desaparición y muerte de una generación de argentinxs, para mediados de ese 1982, año chino del perro. Iban a ir preparando el clima, dispuestos a dar el golpe de gracia (más bien de desgracia), que los entronaría per secula seculorum,de modo que estaríamos oyendo ruidos de sables hasta que el «tiempo diera la vuelta», pero el entramado social resistente comenzaba a despertar del sopor y bajo la consigna leve, moderada, casi ingenua de Paz, Pan y Trabajo (los milicos al carajo, latiguillo no oficial), el movimiento obrero organizado (lo que quedaba del mismo tras seis años de exterminio de clase) decidió convocar un Paro Nacional (obviamente desautorizado por la Junta Genocida), que tuvo un alcance inusitado y constituyó el primer paso de los sindicatos para derrocar a la dictadura.

Salimos a la calle y pusimos el cuerpo, como siempre lo habíamos hecho. Era mucho lo que nos estábamos jugando; ese mismo año, la dictadura genocida continuaba «chupando» compañerxs, además de hambrearnos y vender hasta el último vestigio de soberanía al capital extranjero.

Andaba yo por mi noveno mes de embarazo, tenía 27 años e iba a nacer, el 22 de abril, mi tercera hija, en medio de una dictadura sangrienta, que aún daba coletazos y una guerra suicida. Lo he contado en otras oportunidades, perdonad si me repito: en el hospital Rivadavia, donde nació mi hija Ticiana, las monjas, que a saber por qué dirigían la orquesta en un nosocomio público, nos conminaron al rezo como mantra alegando que los ingleses se dirigían a bombardear Buenos Aires, que las bombas caerían impiadosas sobre nuestros pobres cuerpos ya viejos, exhaustos de guerra.

A todo esto, la huelga convocada por la CGT el día 30 de marzo había tenido un acatamiento importante, el miedo comenzaba a cambiar de bando. Los milicos «cabeza de tarro» se vieron obligados a adelantar la «payasada» (perdón, payasos) de Malvinas. Comenzaba el exterminio de la segunda generación de argentinxs.

El Paro Nacional tuvo más de 1000 detenidxs y la represión en la mítica Plaza de Mayo, a la que muchxs no pudimos ni acercarnos, fue como siempre, salvaje.  El obrero Benedicto Ortiz, cayó en Mendoza, víctima de la violencia de las fuerzas de seguridad.

Mi familia y yo vivíamos en una casa habitada por fantasmas, pero eso lo cuento en una novela que pronto verá la luz (si es que eso les fuese concedido a las novelas), y ya os lo relataré otro día.

Mi padre, anarquista, antifascista y antibelicista acérrimo, decidió que su cuerpo no toleraba más guerras y abandonó el barco el 15 de junio de ese año, un día después de la rendición argentina. Tenía 64 años y yo miles de preguntas para hacerle todavía.

La Junta Militar encabezada por Galtieri, dipsómano conocido y genocida execrable, había organizado la mayor captación de voluntades jamás vista a través de los medios de manipulación masiva. Hay que señalar que una prensa en manos de la oligarquía, promotora del Golpe del Estado del 76, siempre fue cómplice del fantochemente llamado Proceso de Reorganización Nacional. Habían liquidado cualquier vestigio de libertad de prensa, secuestraron y desaparecieron a periodistas honestxs y medios independientes. Mintieron a sabiendas, ocultaron noticias y destruyeron las pruebas del exterminio. A excepción de las comunicaciones clandestinas que nunca permitimos que dejaran de circular, la entrega de Ariel Delgado, desde la otra banda del río del Plata, en Radio Colonia y la generosidad sin límites y el compromiso con la información del Buenos Ayres Herald (fundado en 1876 por el escocés William Cathcart), en inglés y en castellano, que pese a coacciones múltiples no dejó de contar la verdad en esos tiempos tan oscuros, no teníamos forma de saber lo que de verdad ocurría. Nunca les estaremos lo suficientemente agradecidxs.

Los milicos llevaron a todo un pueblo a una guerra contra un enemigo prácticamente invencible, apretando las teclas del dolor y de un falso orgullo patrio. Conocían el modo, ya les había dado un excelente resultado en 1978, con el Mundial de Fútbol de la vergüenza. Las Malvinas pertenecen territorialmente a la Argentina, eso sólo un necio puede discutirlo. Y los ingleses usurpadores, colonialistas, piratas, son justa y merecidamente odiados por nuestros pueblos desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, los habitantes de aquellos territorios del fin de la Tierra, que ni hablaban ni comprendían el castellano, no han querido nunca ser argentinos.

Desde 1807, que los vecinos de ambas bandas del río, dice el mito, expulsaron a los ingleses arrojándoles aceite hirviendo por las ventanas, cuando decidieron invadir el entonces Virreinato del Río de la Plata, el odio contra los ingleses era notorio. La gente no quería a los españoles, pero tampoco a los ingleses.  

Las víctimas directas del despropósito de los milicos genocidas fueron cientos y cientos de pibes llegados desde los confines de la patria, que estaban cumpliendo el odioso Servicio Militar Obligatorio (la conscripción, aquí la mili) y dejaron su vida o fueron mutilados por un enemigo infinitamente superior, al que se enfrentaron valientemente (como lo hizo mi generación), sin entrenamiento, sin medios y sin comida. Porque de todo lo que el pueblo confiado y altruista donó generosamente, convencido de ayudar a los «pibes» y apoyar una causa justa, de las macro colectas realizadas con pompa, boato y total desvergüenza por los milicos a los pibes no les llego ni una barrita de chocolate. A muchos, tras la rendición, tuvieron que embucharlos como a pavos para no entregarlos a la familia en «piel y huesos». Sin contar, además, que estaban dirigidos por asesinos seriales como Astiz, «el ángel de la muerte», responsable de torturas y desapariciones de compañerxs, hoy, gracias a la lucha popular cumpliendo su condena a cadena perpetua.

Los «genios estrategas militares», pensaron que, por haberles limpiado el patio trasero a los gringos, estos iban a apoyarlos nada menos que contra sus «padres putativos». Por el contrario, consiguieron que la peor representación femenina de la historia, la ultraconservadora Margaret Thacher, alcanzara niveles de popularidad nunca soñados, después de haber saqueado al pueblo inglés y recortado muchos de sus derechos. Patria puede ser una palabra muy extorsiva.

Por el camino, quedó entre múltiples ignominias, el hundimiento del ARA General Belgrano donde perecieron 323 de «nuestros pibes», y miles de historias que nunca conoceremos. Cuánto dolor innecesario, cuánta tristeza inmerecida, general Galtieri, la que provocó usted y su inútil vida de genocida.

Yo tuve a mi tercera niña y perdí a mi amado padre tan antes de tiempo. En mi familia hubo que agregar una cifra imprecisa y terrible a los 30. 000 que ya habíamos perdido.

Afortunadamente, el pueblo recuperó, de a poco, la memoria de la lucha. Con las heridas abiertas, porque nunca cicatrizan, continuamos hasta eyectarlos de ese poder omnímodo logrado a golpe de muerte. Volvió la democracia, tímida, vulnerable, amenazada, pero aquí estamos. La lucha continúa. Héroes de Malvinas, Presentes.

Los pibes, HEROES de MALVINAS

Xoguetes para nenos cegos

Prólogo de Helena Villar Janeiro

Dicía Carmen Muñoz, coñecedora privilexiada da obra do seu home, que Rafael Dieste comezara a escribir Viaxe e fin de don Frontán e nun momento de dúbidas tirara as follas ao Sena. Escribiuno despois en castelán e, inda así, quería que estivese na lingua en que nacera deixándoa encargada de propiciar a súa tradución. Tamén eu tiven o privilexio de ser coñecedora da creación en galego de Xoguetes para nenos cegos. Esta debe ser a razón pola que a autora me pide que lle poña un pequeno pórtico a esta edición.

Nos principios da segunda década do século, Luz Darriba comezaba a aventura de escribir e eu a de fotografar con algo de dignidade. Entre ambas intercambiabamos traballos das novas sendas para buscar contrastes e consellos. Aquela práctica sororal permitiume coñecer unha narradora inédita moi singular. Andaba na procura plena da lingua, tiña unha formación literaria de altura e a curiosa tendencia a forzar as costuras da sintaxe oracional ata o seu límite. Era novidoso ler en galego o que ela escribía e moi sorprendente coñecer o baúl experiencial dunha muller cosmopolita que almacenaba nel excelente materia da que podía tirar contido literario.

Por entre as súas palabras filtrábanse aconteceres varios, sempre ricos en imaxinación e atinado tratamento, que convertía en relatos atractivos e fondeados nas causas que ocupan a súa paixón de artista polifacética: a loita pola dignidade das mulleres, a defensa dos dereitos humanos, e a condena das ditaduras e das traxedias que orixinan a pobos e persoas, sempre  máis duras a quen foi desherdado de todas as fortunas.

            A presión e a capacidade destrutora da sociedade franquista é o tema do que nace Xoguetes para nenos cegos, un dos primeiros relatos dese noso intercambio, que foi medrando ata se converter nunha novela curta que retoma agora o seu idioma orixinal. Os protagonistas desta abraiante historia son representantes da dualidade inxusta e vingativa que crea unha sociedade opresora e oprimida, de amos e vasalos, de triunfadores e vencidos. Polarizados ao comezo dunha relación existencial de convivencia que lles permite a Xosé, e sobre todo a Xan, a viabilidade vital na terceira infancia, adolescencia e primeira xuventude, as súas vidas acabaranse anoando e case fundindo. É nesta estreitísima relación onde flúe o recoñecemento das capacidades de dominio aniquilador e submisión vergonzante, creadoras ambas dunha simbiose osmótica entre dous rapaces que chegan a con-fundirse no mal, na crueldade e na  vinganza.

Nesta páxinas, narradas no monólogo dun protagonista —quizabes o menos protagonista dos dous— co telón de fondo do franquismo e rozando o principio da desfeita do mundo rural, desfilan as grandes desigualdades sociais e as súas consecuencias máis inmediatas, a capacidade do réxime para resgardar os seus das investigacións na acusación de delitos, a descuberta macabra do soterramento dos fusilados ao pé dos cemiterios e o abuso exercido sobre as mulleres máis indefensas.

Xosé, a vítima convertida en vingadora, cargará ata o final dos seus días coa discapacidade sensorial que lle supliu a Xan, o seu verdugo, e cunha saúde case insufrible, en nada allea aos remordementos creados polos tráxicos recordos da convivencia que lle transferiron os peores riscos da personalidades do dominador. Xan, o poderoso vencido, endelgaralle a Xosé na derradeira hora a mortificación dunha dúbida radical que xa non será quen de desfacer, pois queda asolagado na soidade moral sempre á intemperie.

Helena Villar Janeiro

Rianxo, setembro de 2021

Capa: Aymará Ghiglione/Josefina Darriba

Algúns premios

2018: Premio das Artes da Cultura Galega. Integra o CDIF do CCG e The Feminist Art Project. 2014: 1º Premio pola Igualdade, España. 2012: 2º Premio Letras Galegas. Frankfurt. 2012: 1º Premio de Relato Ánxel Fole, Lugo. 2005: Málaga Transforma 05. 2002: Premio Encontro de Mulleres, Lugo. 2002: Académica Internazionale, Accademia Dei Verbano, Dei  lettere, Arti, Scienze, Italia. 2001: Premio Lucenses do ano. 2001: Premio Voces do ano. 2000: Premio Extraordinario Muralla de Lugo, España. 1999: Remo Brindisi, Lido Degli Estensi, Italia. 1998: 3º premio Medusa Aurea, Academia Internazionale D´Arte Moderna, Roma. 1997:1ª Mención Centenari d´ Els 4 Gats, Barcelona. 1996: 1º Premio Cittá d´ Avellino. 1994: Bolsa Ivonne Jean Haffen, Francia. 1993: Bolsa de Creación Artística, Xunta de Galicia. 1992: 1º Premio Certame Internacional de Gravado, Ourense. 1988: Mención Salón de Outono de Campana, Arxentina. 1986: Mención Especial Gran Salón de Artes de Tandil, Arxentina. 1985: Mención I Salón Benito Quinquela Martín, Arxentina. 1985: Premio a Estranxeiros LXXV Salón Nacional de Artes Plásticas, Arxentina. 1984: Premio  Rotary Club  LXI Salón Anual de Santa Fe, Arxentina. 1984: Premio Estímulo Museo Sívori, Arxentina. 1984: 1ª Mención Salón Nacional de Artes Plásticas de Luján, Arxentina. 1983: Mención Raúl Soldi, Glew, Arxentina. 1983: Premio Ateneo Popular da Boca, Arxentina. 1983: 1ª Mención de Honra V Salón Estímulo de Pintura, Ward, Arxentina. 1983: 2º Premio Artistas Plásticos de  Quilmes, Arxentina. 1983: Gran Premio (adquisición), Fondo Nacional das Artes, Arxentina. 1982: 1ª Mención de Honra Ward, Arxentina. 1980: Mención Especial Ward, Arxentina. 1979: Mención VII Salón ALBA de Pintura, Arxentina. 1978: Mención I concurso Martín Malharro, Arxentina.

Algunos premios

2018: Premio de Artes y Cultura de Galicia. Integra el CCIF del CCG y The Feminist Art Project. 2014: 1º Premio a la Igualdad, España. 2012: 2º Premio de Literatura Gallega. Frankfurt. 2012: 1º Premio Ánxel Fole de Cuento, Lugo. 2005: Málaga Transforma 05. 2002: Premio Encuentro de Mujeres, Lugo. 2002: Académica Internazionale, Accademia Dei Verbano, Dei lettere, Arti, Scienze, Italia. 2001: Premio Lucenses del año. 2001: Premio Voces del Año. 2000: Premio Extraordinario Muralla de Lugo, España. 1999: Remo Brindisi, Lido Degli Estensi, Italia. 1998: 3er Premio Medusa Aurea, Academia Internacional de Arte Moderno, Roma. 1997: I Mención Centenario de Els 4 Gats, Barcelona. 1996: 1er Premio Ciudad de Avellino. 1994: Beca Ivonne Jean Haffen, Francia. 1993: Beca de Creación Artística, Xunta de Galicia. 1992: 1er Premio Concurso Internacional de Grabado, Ourense. 1988: Mención Salón de Otoño de Campana, Argentina. 1986: Mención Especial Gran Salón de las Artes de Tandil, Argentina. 1985: Mención I Salón Benito Quinquela Martín, Argentina. 1985: Premio al Extranjero LXXV Salón Nacional de Artes Plásticas, Argentina. 1984: Premio Rotary Club Salón Anual LXI Santa Fe, Argentina. 1984: Premio Museo Estímulo Sívori, Argentina. 1984: 1ª Mención Salón Nacional de Artes Plásticas de Luján, Argentina. 1983: Mención Raúl Soldi, Glew, Argentina. 1983: Premio Ateneo de la Boca, Argentina. 1983: 1ª Mención de Honor V Salón de Estímulos de Pintura, Barrio, Argentina. 1983: 2º Premio Artistas Plásticos de Quilmes, Argentina. 1983: Gran Premio (adquisición), Fondo Nacional de las Artes, Argentina. 1982: 1ª Sala de Honor, Argentina. 1980: Sala Mención Especial, Argentina. 1979: Mención VII Salón de Pintura ALBA, Argentina. 1978: Mención Concurso Martín Malharro, Argentina.

Some prizes

2018: Galician Arts and Culture Award. She integrates the CCIF of the CCG and The Feminist Art Project. 2014: 1º Equality Award, Spain; 2012: 2º Prize for Galician Literature, Frankfurt; 2012: 1º Ánxel Fole Award, Lugo; 2005: Málaga Transforms 05; 2002: Women Meeting Award, Lugo; 2002: Academic International, Accademia Dei Verbano, Dei lettere, Arti, Scienze, Italia; 2001: Lucenses of the year; 2001: Voices of the Year; 2000: Extraordinary Prize Wall of Lugo, Spain; 1999: Remo Brindisi, Lido Degli Estensi, Italy; 1998: 3rd Medusa Aurea Prize, International Academy of Modern Art, Rome; 1997: I Centennial Mention of the 4 Cats, Barcelona; 1996: 1st Prize City of Avellino; 1994: Ivonne Jean Haffen residence, France; 1993: Scholarship for Artistic Creation, Xunta de Galicia; 1992: 1st Prize International Engraving, Ourense; 1988: Mention Fall Hall of Bell, Argentina; 1986: Special Mention Great Hall of the Arts of Tandil, Argentina; 1985: Mention I Hall Benito Quinquela Martin, Argentina; 1985: Prize to the Foreigner LXXV National Hall Plastic Arts, Argentina; 1984: Prize Rotary Club Annual Hall LXI Santa Fe, Argentina; 1984: Prize Museum Stimulus Sívori, Argentina; 1984: 1ª Mention National Hall of Plastic Arts of Luján, Argentina; 1983: Mention Raul Soldi, Glew, Argentina; 1983: Athenian Prize De la Boca, Argentina; 1983: 1ª Honorable Mention V Painting Stimulus Hall, Ward, Argentina; 1983: 2º Prize Plastic Artists of Quilmes, Argentina; 1983: Grand Prix (acquisition), National Arts Fund, Argentina; 1982: 1ª Hall of Honor, Argentina; 1980: Special Mention Room, Argentina; 1979: Mention VII Painting Hall ALBA, Argentina; 1978: Mention Contest Martin Malharro, Argentina.

Sándalo despois de Sándalo

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A primeira lectura de Sándalo, en peno borrador, cun alboroto de ideas que puxaban por aparecer e sobresaír do texto, resultoume dunha forza brutal. Conmovedora. Algo moi próximo á paixón en estado puro. Un intento por poñer negro sobre branco, non só a propia vida, senón varias vidas. Algunhas esquecidas, outras que a autora recreou, outras que creou case do nada. A teima de narrar sobre sentimentos agochados ou reprimidos que se resistían a permanecer ocultos. E de facelo todo á vez.

Por unha banda, a historia verdadeira, ou polo menos a historia que nos contan como verdadeira, convivindo e mesmo interactuando con intrahistorias que, verdadeiras ou non, merecen compartir protagonismo con ela. Eu namorei da historia de Lumia, nada dunha nai valente, coma case todas, que sae dun buraco do mundo para facer parte da gran historia. Verdadeira ou falsa, Tanto ten.

Gústame en particular esta historia porque non romantiza en absoluto unha realidade que seguramente sería terríbel para aquelas mulleres, e que segue a ser terríbel para millóns de mulleres. Imaxinádevos as refuxiadas en campos que máis ben parecen de concentración, carecendo do máis básico e parindo, ou simplemente menstruando. Mais así foi e así é, e pasará moito tempo até que a vida das mulleres da Terra se vexa libre da dor innecesaria.

Entón, esa rapaza parindo soa na profundidade do mundo, non nos toca do mesmo xeito a quen parimos ou a quen non. Neses instantes nos que a autora consegue levarnos alí e facernos carne do relato, todas somos Práxedes «aferradas a un anaco de madeira que sobresaía da ruda construción do forno nunha lareira calquera», e puxamos con ela para parir esa nena, que será logo unha heroína.

Esta é unha das tantas historias de Sándalo, anoada con fíos invisíbeis ás outras, formando parte dunha caixa chinesa no xeito de contar, descubrindo partes e ocultando outras, facéndonos imaxinar centos de posibilidades, porque así tamén é a vida. Depende de para que sitio levemos os nosos pasos que ocorra algo ou o contrario.

Por iso a historia de Macorina, libremente expresada, a historia da asociación Hijas de Galicia, tan digna de coñecerse e difundirse, a historia das rapaciñas das aldeas que chegaban á illa e non tiñan nin a menor idea de que serían tratadas e prostituídas, pareceume tan lírica coma necesaria. É imprescindíbel falarmos destas cousas, coñecer certas verdades aínda que doan, descubrir as achegas de tantas persoas, de tantas mulleres que pagaron con anacos das súas vidas o feito de naceren mulleres.

Moita xente falou de Sándalo coma dunha novela da inmigración e falou ademais da suposta falta dunha novela que chaman a «gran novela» (gustaríame a min saber quen decide cal vai ser esa gran novela, porque até agora todo se viu cun só ollo), e non é por rebatelxs, mais coido que Sándalo é moito máis ca iso. Claro que fala da inmigración, da notoria e da anónima, da de luces de neon e da esquecida, mais Sándalo abrangue moito máis e trata temas universais dende a óptica violeta dunha autora feminista. Dos temas que desenvolven todas as grandes novelas: de amor, desamor, dor, alegría, vida e morte, revolución, cambio, loita por un tempo mellor e con estes parámetros todos os entrecruces posíbeis nesa estrutura case de árbore xenealóxica que desprega as súas pólas en múltiples direccións, e vai e volve, e lanza propostas e namora, e baila e chora e vive, e coma a novela contemporánea que é cambia de xénero segundo conveña ao relato para confirmar, na derradeira das pequenas caixas chinesas que todo é un comezo e un final ao mesmo tempo.

Para gozar de Sándalo temos que abrir de par en par as xanelas e deixar que pasen por ela multitude de recendos, non os da madeira, xa obvios e reclamados, senón os das mareas de xente influíndose unhas ás outras, compartindo costumes e tradicións, soños e desexos, non sempre ben, non sempre en harmonía, mais cumprindo coas leis non escritas das condutas humanas, dos comportamentos gregarios que nos fan únicos, e deixando as pegadas nas historias grandes ou pequenas, reais ou inventadas.

«Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití…” dixo Carpentier nun ensaio, hoxe vixente que escribiu cando aínda non se estaba nin cocendo o caldo do tan célebre realismo máxico, e expresou nada menos ca un sentimento, no dixo coñecer, non dixo ver, dixo sentir. Carpentier sentiu unha realidade preto da maxia que se dá nas culturas orixinarias do continente na mestura coas tradicións e imposicións europeas e que produce, se de escrita falamos, un encontro co animismo, coas crenzas antigas, co vudú, e unha revolución á hora de expresar sentimentos. O que para as culturas europeas era una arranxo de códigos, para Carpentier, nas culturas latinoamericanas é cousa de todos os días.

O elemento importante no «real marabilloso» de Carpentier é o milagre do cotiá americano, que é en si unha creación e recreación da marabilla que se vive cada día en Latinoamérica.

«Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?» (Carpentier, 1948).

E todo isto para dicirvos, recollendo as palabras da investigadora arxentina Débora Campos, que di que Sándalo é a máis latinoamericana das novelas galegas, que esta novela ten a calidade de ser unha ponte entre culturas, non tan distantes coma a galega e a cubana, de voar por riba de dos séculos coma se se falase dunha soa tarde e de cinguir todas as historias, das que poderían xurdir infinitas sagas, dentro dunha verdade inobxectábel: a urxencia e a levidade da vida.

Luz Darriba

Lugo, 28 de outubro de 2020

Reflexiones confinadas

Reflexiones confinadas

 

¿Quién me habrá dicho a mí que era sencillo llevar un blog? A mí que llegué tarde, pero muy tarde, al reparto de la perseverancia. A mí que todo aquello a lo que haya que darle continuidad me echa, en principio, para atrás.

No hallo otra forma de desprestigiarlo que verle defectos, pensar en que nadie en todo el ancho mundo va a leer ninguno de mis dislates. Y es posible, francamente demasiado posible, que eso ocurra. Sin embargo, por la razón que sea, porque me he pasado la vida llevando la contra a todo, me pide a veces el cuerpo (al que le hago bastante poco caso), seguir tirando al mar botellas con mensajes encriptados.

La historia o la mitología o la costumbre demuestran que un ser humano en la otra punta (no tiene puntas, es redondo y achatado en los polos, por más que os empeñéis, negacionistas), o lo que sea, abra por arte de birlibirloque esta página (que no amarillea porque es digital) y desencripte los contenidos de algo que ni yo misma sabía que habitaban mi cabeza.

Me pasaría la vida escribiendo, con esa misma lógica de encontrar en el ciberespacio el lector o la lectora trashumantes. Aquellxs que no siguen la gran ola de estupidez generalizada. Y no estoy queriendo decir con esto que yo sea más lista que nadie; lo que soy, y a esta altura de la vida me sobran razones para no dudar de mí misma, es curiosa. Desconfiada, buscadora de ofertas detrás de las ofertas, para que se me entienda en términos de mercado.

Me encanta rasgar las cortinas de raso brillante que ocultan mentiras envueltas en papel celofán, selladas con lazos de terciopelo dorado. Rascar donde a nadie le pica. Tirar los duraznos de la lata y beberme el almíbar. Poner a secar cáscaras de naranja por si algún día fuesen útiles.

No me quiero hacer la extraña, en el fondo me afligen y me turban y me alegran las mismas campanas que suenan y resuenan a todo el resto. Bueno, a casi todo el resto. Hay unos mundos por ahí en los que cualquiera junta el valor o el masoquismo de meterse. Mundos inimaginables incluso para la más distópica de las mentes. Esos no me mueven la curiosidad ni estimulan mi morbo. Aún guardo ciertas esperanzas en algunos resortes de la condición humana…

Y hay otros que se desnudan bajo todos los soles y que tampoco consiguen sacar de mí ni un gramo de condescendencia. Si al final va a ser verdad que soy rara. He vivido toda mi vida haciendo cosas que no le importan a nadie, de las que cualquiera, incluso yo misma, podría prescindir. Engranajes de química y física al servicio de una nada invisible, inodora e insípida, mientras esta bola de agua que da vueltas aguanta como puede el tirón de nuestra estulticia generalizada.

Todo esto para decir que volveré a intentarlo. Lo que no sé es hasta cuándo. Pero ¿quién lo sabe? ¿Quién sabe cuándo las manecillas habrán de detenerse y nuestro particular meteorito nos destruirá impiadosamente?

Mientras eso no ocurra, mientras los líderes mundiales continúen jugando a la ruleta rusa con el planeta y sus arquitectos diseñando edificios en galaxias que ni siquiera tienen nombre, yo he de intentar esas expresiones que ni sirven ni le importan a nadie. De todas formas, a mí tampoco me importa la subida del euribor, ni la ingeniería bancaria para ocultar fortunas mal habidas a las haciendas locales, ni el valor del yen, ni la cotización de los diamantes tallados en los mercados de Amberes. Y no es que no me importe porque sea una indiferente solipsista, cosa que también podría asumir sin demasiado ardor de estómago, sino porque en los muchos universos que conviven en este sin tocarse ni mirarse, pero jodiéndose hasta los huesos, encuentro otras prioridades. Se me ocurre, por ejemplo, la más que probable desaparición de las abejas, los mares de plástico, los incendios organizados de los bosques autóctonos, las pandemias que exterminan a lxs más pobres y vulnerables, el tráfico constante de seres humanos en busca de una vida porque aquella con la que nacieron no merece ese nombre, la explotación de millones de mujeres y niñas para gozo y placer de los hijos sanos de un sistema putrefacto, las granjas de seres humanos en las que las mujeres pobres engendran y paren bebés a la carta para las y los ricos. Y para que no me llamen populista ni otras cosas peores que se han aprendido muchxs sin ni siquiera poder definirlas correctamente, no voy a hablar de los 10.000 niños y niñas que mueren al día de hambre, en un planeta redondo y achatado en los polos en el que hay comida de sobra para alimentarlos.

Fin de la diatriba anarcoide. Sólo era para informaros que me tendréis por aquí, de vez en cuando. Si decidís darle al dedito y entrar, claro. Nadie os dará la bienvenida, pero acostumbro a pensar que esta especie de inútil resistencia que sostengo no está sola. Aquí va una botella…

Transformando las herramientas del amo / Mujeres del Kurdistán

Las mujeres del Kurdistán piensan, y así lo manifiestan, que no se puede destruir el capitalismo sin destruir el Estado, y no se puede destruir el Estado sin destruir el patriarcado. Por eso, esta revolución lenta y azarosa, en medio de una guerra y en el seno de una sociedad muy patriarcal, debe cocerse a fuego lento, cada día, sentando unas bases claras que no puedan ser transgredidas en el futuro. Porque una verdadera revolución crece desde abajo, apuntalando cada medida con la educación y el compromiso, las mujeres han tomado simbólicamente, o no tanto, el mando en el Kurdistán.

Las mujeres kurdas saben que la sociedad debe reconocer el derecho a la igualdad de oportunidades y el valor de las mujeres. Sin ningún tipo de sometimiento ni al Estado ni a los hombres; una auténtica revolución de mujeres. Para ello, las mujeres se han dado su propia forma organizativa y esta debe ser respetada. Los comités comunales de mujeres tratan todos los temas de los que depende una sociedad y es, precisamente esa otra mitad con tan poca representación directa en el planeta, la que aquí decide cómo reconstruir lo dañado y prepararse para resistir los embates del neoliberalismo global cada vez más cercano al fascismo.

La economía, la autodefensa (fundamental en un pueblo hostigado por distintos enemigos durante décadas), la educación son ejes de este movimiento. Para apropiarse de esos territorios de autonomía acaparados por el Estado llevan tiempo construyendo redes de cooperación entre mujeres, así como su propia manera de defenderlas. Ellas, las mujeres, son las encargadas de la protección dentro de sus comunas, defendiendo a la población de ataques internos o externos. Una protección que entienden no estará garantizada por el mero hecho de portar armas: habrá que redefinir su significado. Y el significado nuevo está basado en valores como la ética, la justicia, el respeto a la historia y las tradiciones de su pueblo, pero incluyendo el desarrollo del sentido crítico. Para que esas tradiciones no se les vuelvan en contra.

Entienden que la educación es el medio para la reafirmación de este aprendizaje. No toleran la opresión que se ha ejercido sobre el pueblo kurdo y saben que sólo se van a poder erradicar los abusos a través de la transmisión de ideas y principios justos compartidos. La educación tradicional, a la que se oponen, forma trabajadores y trabajadoras que no cuestionan al Estado, que se amoldan a las circunstancias, sean cuales sean. Lo que se proponen es la participación social activa en todos los estamentos y para todas las resoluciones. Una democracia de base que reconoce el valor de cada individuo.

Saben, las mujeres kurdas, que sólo una sociedad con espíritu crítico desarrollado es capaz de llevar a cabo reformas importantes que atañen a todos los individuos que la conforman. Las mujeres son cada vez más conscientes del papel que han decidido asumir en la sociedad a la que pertenecen, y ese empoderamiento les da pie para incursionar en todos los ámbitos y hacer importantes aportes.

En la enseñanza básica han conseguido introducir asignaturas como Ecología y Ética, pero la cosa no ha quedado aquí: esos conceptos se han hecho extensivos a la sociedad en general, así como la autoorganización y la sostenibilidad, imprescindibles para un pueblo que desafía los poderes globales. En esta sociedad, tanto hombres como mujeres se ven a sí mismos como seres políticos, los que más y mejor conocen cada situación, los que saben cómo cambiarla. La cuota de participación política y social de las mujeres es del 50% y se cumple a rajatabla. De ese modo, su perspectiva, su visión particular de las situaciones, va incidiendo, produciendo cambios sociales desde el inicio. Una democracia directa, una ética social que toma el control, y una educación marcadamente antipatriarcal son los resultados del trabajo de las mujeres, las que, en medio de las guerras y frustraciones cotidianas, han sabido hacer brotar flores de las piedras.

Cuando las mujeres comenzaron a reunirse determinaron que se imponía con urgencia un cambio social. Fue en la única Mala Jim (Casa de Mujeres) que existía. En la actualidad hay más de 300 esparcidas por los rincones de ese territorio árido y de vida tan difícil e inestable. Allí resuelven desde los más insignificantes problemas domésticos hasta las cuestiones de vital importancia para la vida, siempre a través de la mediación y el consenso. Los cambios a largo plazo nacen en estos comités de mujeres en los cuales se entiende la impartición de justicia o la mediación en problemas de índole familiar, como otra cara más amable de lo institucional y tribunalicio. En la Casa de las Mujeres hablan, desmenuzan, resuelven cada nueva situación, cada nuevo problema. No existe dentro de ese ámbito el miedo o la vergüenza; es un espacio de atención y sororidad. Liberar su casa, su familia, sus vidas, dicen; saben que sólo liberando su casa conseguirán liberar a su sociedad, y que la emancipación económica, el auto sostenimiento, es fundamental para que sean consideradas y valoradas por los demás. Están haciendo una revolución en sus casas que les permita, por fin, salir de sus casas.

La justicia la hace la propia gente. Las mujeres de Rojaba han estado en los últimos años creando, madurando e implementando una revolución que, alejada de los focos de los medios, ha crecido y se ha fortalecido. Las mujeres del Kurdistán no luchan solamente por su propia supervivencia, están enterrando las raíces de un cambio mayor e imparable. Un nuevo sistema que incluye a la sociedad al completo. Promueven la autogestión, la solidaridad, la autodeterminación. Dejan claro que no hay una sola forma de gobernar, que los cambios, además de imprescindibles, son posibles, y, con la ametralladora en una mano para defenderse del feroz enemigo y la azada en la otra, demuestran cada día que son capaces de transformar el mundo.

En 2005 las mujeres del norte de Siria unificaron todos los comités comunales, cooperativas, asambleas, organizaciones culturales en el KONGRA-STAR, una confederación, para dotarse de un funcionamiento orgánico efectivo. Pero el KONGRA-STAR no es sólo para las mujeres musulmanas: es para las cristianas, sirias, para todas las mujeres. Es exclusivamente de mujeres porque ellas están estableciendo las bases para una sociedad más justa: no contra los hombres, sino contra el patriarcado. Al igual que otras organizaciones de mujeres kurdas se basa en la idea de que ninguna sociedad puede ser libre sin la liberación de las mujeres, por lo que su objetivo más importante, por el que luchan en todos los frentes, incluido el bélico, es el fin de la cultura patriarcal en todos los órdenes: el fin del patriarcado.

Las mujeres kurdas están convencidas de que su autonomía es básica para enfrentar al patriarcado, por lo que autoabastecerse, construir alternativas autosustentables, ser económicamente independientes, forma parte indisoluble de esa lucha. Pero ¿cómo se puede lograr con tan escasos recursos y experiencia profesional, en un país con sus cuatro fronteras cerradas a cal y canto, una economía sostenible que tenga en cuenta al medio ambiente y respete e incluya a las mujeres?

De las necesidades, sabemos, surgen el ingenio y las respuestas. Es el modelo de cooperativa el que logra introducirse para permitir la socialización de recursos, herramientas, conocimientos. Esa opción les permite compartir responsabilidades y beneficios, lo que acarrea la autosuficiencia tan necesaria para un pueblo que pretenden condenar a la extinción.

Las cooperativas son en gran parte de mujeres, se encargan de la fabricación de vestimenta, producción de derivados de los lácteos, de la agricultura orgánica (en Serikani, a cargo de grupos de mujeres). Las mujeres generaron actividades económicas imprescindibles, que ellas misma llevan a cabo, como los cultivos en invernaderos orgánicos que permiten garantizar a la población algo tan básico como el alimento.

La guerra, los hostigamientos y los embargos impiden el desarrollo normal de una economía en Rojaba, obstaculizan las exportaciones e importaciones, destruyen las posibles industrias. Entonces, ¿cómo es posible que una sociedad de la que se han hecho prácticamente cargo las mujeres pueda funcionar, recrear, reciclar y hacer frente a los desafíos diarios?

No ha sido un camino fácil. Al comienzo de estas microempresas socializadas la gente desconfiaba de la producción de resultados, se negaba a que sus hijas trabajasen en un rubro tan incierto. Luego cedieron, pero aún desconfiados, y, finalmente, al hacerse palpables los resultados, estas emprendedoras se ganaron la confianza y el prestigio social del que gozan en la actualidad. De este modo las mujeres lograron introducirse, ellas y su visión de género, dentro de una economía maltrecha y necesitada de todos los esfuerzos. Nace así la economía comunal, una forma diferente de afrontar el reparto de ganancias y pérdidas.

Una vez que consiguen generar sus propios recursos y sacar adelante sus proyectos, con ese plus de experiencia y reconocimiento se lanzan a la consecución de nuevas metas comunitarias, defendiendo y protegiendo a diario los derechos que tanto les ha costado adquirir. Estas mujeres tienen muy claro contra qué están peleando y se resistirán con todas sus fuerzas a retroceder a años de violencia familiar, embarazos no deseados, desvalorización y relegamiento. De su triunfo se desprenderá no sólo su emancipación, sino el resurgimiento y renovación de una sociedad entera. Fuertes, decididas, empoderadas, las mujeres del Kurdistán saben que no sólo están removiendo las raíces de una sociedad arcaica: están siendo observadas por las mujeres del mundo. Y se afianzan cada día en su revolución trascendente, necesaria, esperanzadora.

 

Monstruos

La imagen del gato anaranjado es de Milena, mi nieta mayor, cuando tenía cuatro años. Aunque no es este el caso, hoy algunos «Gatos» se emparentan con monstruos.

El relato Monstruos es el primero que escribí, en 2010; también es el primero que presenté a un concurso (ya sabéis que vengo de «otras artes»), y ganó el Premio Ánxel Fole de Relatos 2011. Está publicado en Lo que el viento no se llevó, relatos para despertar la memoria, que escribimos Anahí Almasia y yo en 2016, para resaltar dos fechas trágicas: 18 de Julio de 1936 y 24 de marzo de 1976. No es necesario agregar nada más.

Monstruos

Luz Darriba

 

Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? Y me gustaría darla… regalarla… acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres! ¿Saben? Tienen que jugar a los piratas… hacer ciudades de mármol… reírse… tirar fuegos artificiales.

 

                                                                     El juguete rabioso, Roberto Arlt

 

 

Mil novecientos setenta y cinco fue un año decisivo en mi vida, y no sólo porque con quince tacos recién cumplidos me sentía habilitado para merendarme el mundo en rodajas, sino porque todo lo que sucedió a partir de aquel verano salvaje me marcó para los restos.

Mi viejo se había ido de casa, o mi vieja lo había echado, podrida como estaba de aguantarle todas las insensateces y no obtener ninguna gratificación a cambio. Mi hermano, cinco años mayor que yo, traía a la pobre por la calle de la amargura con sus incursiones en grupos políticos, que, según ella, estaban desestabilizando al país. Aunque, para ser justos, lo que a la vieja le preocupaba, el motivo de su angustia, era que le pasara algo al Beto, tan joven y tan tremendamente boludo e idealista.

La gallega tenía diez años cuando estalló la guerra civil en España, pero era lo bastante lista como para olerse la que nos iba a caer en picado en forma inminente. Para colmo, yo me había llevado ocho materias, como quien dice todo, menos gimnasia —engañaba al profesor con mis supuestos deseos de estudiar educación física— y plástica —se me daba bien—, y la mujer no ganaba para disgustos. Yo creo que, haciendo de tripas corazón y frente a la responsabilidad de pilotar solita aquella nave, me dio un ultimátum necesario: ¡o estudiás o trabajás! Con rima y todo: ¡no hay vuelta atrás!

Así que, ante la tarea tan colosal como absurda de pretender salvar en tres meses las ocho asignaturas que no había podido aprobar en un año, me puse a recorrer las calles en busca de un trabajo que tranquilizara a mi vieja y me devolviera un cacho de dignidad.

Buenos Aires era la ciudad más linda del planeta —o eso le parecía a este mocoso que sólo había estado una vez en Mar del Plata, de excursión en la primaria—, pero, mi megalópolis de postal se estaba poniendo pesada, muy pesada, más allá de que las temperaturas batieran marcas aquel verano. Por todas partes aparecían personajes extraños conduciendo coches sin matrícula, armados hasta los molares, haciendo gala de la peor mala leche conocida, y el miedo se empezaba a empotrar en la piel con mayor eficacia que la famosísima humedad porteña.

Yo era un enano, con cara de enano, por lo que, de alguna manera y para mi fortuna, era ignorado por aquella panda de desquiciados. En ese clima, y con mis cuatro certezas a buen recaudo, me lancé a patear las calles ansiando detectar unos carteles: se busca chico para los mandados (recados), o alguna otra consigna en la que encajaran mis modestas pretensiones y habilidades.

Así llegué al cuarto o quinto día de caminata a una tienda enorme en el barrio de Caballito, que lucía espléndida uno de esos anuncios. Un lugar de difícil catalogación. Incluso ahora que han pasado tantos años y lo recuerdo con exactitud matemática, no hallo las palabras con las que describir aquel tugurio. Una casa de dos plantas con un sótano en el que cabría todo mi vecindario, pero en el que no entraba ni un alfiler a presión, tal y como estaba atiborrado de los objetos más estrambóticos que mis ojos hipermétropes hubieran visto jamás.

El dueño era también un ser de difícil encasillamiento. De origen alemán, había nacido en este enorme país alimentado por innumerables migraciones, siendo nuestro germánico local todo lo germanófilo que se pueda ser, en el sentido más deficiente del término. Para un pibe de quince años, que no entiende de política ni de repartos del mundo, personificaba a un cerdo explotador que tenía a sus empleados, a los que consideraba menos que basura cósmica, debajo de los horribles botines ortopédicos a los que era tan afecto.

Sven, el susodicho, aunaba tal concentración de defectos que era en sí mismo un compendio de los planes fallidos de Dios: desagradable, desconsiderado, sucio, déspota, tacaño, y aburrido.

Una pobre chica a la que aterrorizaba con su sola presencia, su hija, trataba de ayudar al desenvolvimiento del negocio. Joven poco favorecida, con una piel de textura jabonosa y una cabellera exigua y casi blanca engomada a su cráneo, jamás miraba a nadie a los ojos. Por instinto sentí pena por ella; nada menos que un renacuajo como yo, un futuro paria de la tierra. Pensaba, entre mi inconsciencia adolescente y la pequeña seguridad en mí mismo que había logrado acuñar a pesar de los pesares, que lo mío era transitorio, saldría de esa nebulosa entre pésimo alumno, trabajador sin cualificación e hijo trasto. Soñaba para mí un tiempo lejos de la miseria constante y los vaivenes de una sociedad enferma. Me tenía fe, aunque resultara incomprensible entonces. Pero esa chica de piel traslúcida por la que podría recorrerse su mapa sanguíneo, esa muchacha de mirada difusa y dolorida con ese padre imposible, no tenía, para mí, ninguna esperanza.

Convivían en el esperpéntico local las ocho horas reglamentarias —y todas las que el cretino del dueño conseguía robarnos—, otras cuatro personas que parecían haber escapado del casting de una película gore. Un hombre de edad indefinida, canijo y rechoncho, que iba detrás de Sven abrillantándole los zapatos con la lengua, dos hermanas en la cuarentena que llevaban en el negocio media vida, y un viejo doblado en dos por el peso de los años y una patología de columna que avanzaba hacia el infinito. Un panorama desolador que no me arredró en el momento de postular mi persona para conformar uno más del elenco estable de aquel circo disparatado.

Recuerdo que Sven me miró de arriba a abajo buscando mis defectos físicos más ocultos, me interrogó como si fuera un prisionero, y finalmente aceptó que me quedara. Íbamos a ver si yo era capaz de aguantar el ritmo marcial —cosecha propia.

Lo que sucedió a partir de ese momento ha sido tantas veces objeto de estudio y reflexión por mi parte, que, en ocasiones, no lo relaciono con mi persona: es como si alguien me lo contara con todo lujo de detalles y yo lo retuviera en la memoria del mismo modo.

La tienda quedaba en uno de los barrios más populosos de la ciudad, en una calle secundaria, ocultada del ruido. Fue ahí, en ese sitio, donde hice mis pinitos de supervivencia mientras el país se emborrachaba de ignominia.

Al parecer había sido contratado, por decirlo de algún modo, para traer y llevar paquetes, entregar mercadería, y realizar pequeñas diligencias, pero, a los pocos días de atravesar aquella puerta bordada de telarañas, yo era el individuo en el que todo el mundo descargaba urgencias y miserias.

Lo que me iba a pagar el cicatero de Sven era tan ridículo, que caminaba todos los días unas veinte cuadras para que el uso del transporte público no convirtiera en ruinosa mi tentativa de contribuir con la economía familiar. El panorama que se me presentaba era más que patético, pero, por un lado el ultimátum de la gallega iba en serio, y por otro no tenía ganas de gastar las suelas de las deportivas, que me había regalado el Beto en mi último cumpleaños, para seguir buscando posibilidades que nadie me garantizaba que pudieran ser mejores. Además, debo confesarlo ahora que el tiempo ha barrido casi todo: ese sitio despertaba mi curiosidad, seguramente malsana, pero curiosidad al fin.

El negocio en sí era una especie de rastrillo monumental en el que venían a converger, por distintos y múltiples caminos, objetos de todo tipo que podríamos clasificar como inclasificables. Antigüedades, cosas viejas, trangalladas, que diría la gallega. Trastos manados de un vertedero y otros de una delicadeza, un estilo y un valor, que ameritaban un escaparate más propio. Lo verdaderamente insólito era la abundancia de cajas, paquetes y bolsas, conteniendo quién sabe qué objetos: la Biblia y el calefón, en total armonía.

Al principio, cuando regresaba exhausto y sudoroso de transitar a pie la ciudad porque el rastrero de Sven no me daba dinero para desplazamientos, me acercaba de a poco a curiosear a los demás. Sven daba órdenes, pegaba cuatro gritos, y aquel reducido ejército de infortunados gestionaba su cometido entre la mugre. Yo me cosía a cualquiera de ellos hasta que el nazi detectaba mi ausencia de su campo visual, y exploraba nuevas derivaciones de aquella empresa. Supe que infinidad de piezas provenían de la basura que en esa época los ricos aún tiraban a la calle, muchas tenían un claro origen ilícito: el hurto por encargo, y algunas procedían de los desgraciados que, en las diez de últimas, vendían hasta el rosario de la primera comunión al bicho de Sven.

También aparecían por el negocio unos individuos decididamente impresentables, clones de los que circulaban en los Ford Falcon sin chapa, que traían y llevaban paquetes de los que sólo Sven conocía su contenido.

En cuanto el viejo me mandaba al sótano a mover cajas, que duplicaban mi tamaño y mi peso, yo aprovechaba para hurgar como una rata en los rincones con el fin de catar —por simple curiosidad— qué demonios encerraban aquellos asquerosos paquetes. Así comencé a entender, que, como en la vida, lo más infame podía coexistir con la maravilla. Ni más ni menos que la condición humana.

Dado que en cualquier momento el nazi podía notar mi tardanza más de la cuenta, bajar al sótano, y descubrir mis incursiones en sus depósitos, debía moverme con la plasticidad de un jaguar y la maestría del gran Houdini. Cosas ambas que, por suerte, iba adquiriendo con el paso del tiempo, junto con una molesta pelusa porfiada en crecer en mi barbilla y otras urgencias físicas de las que no creo oportuno hacer comentarios. Además, había días en que Sven salía a perpetrar sus propios chanchullos, y otros en los que, emocionado por las oportunidades de concretar productivos negocios, se olvidaba por completo de mi presencia indiscreta y peluda.

Así fui encontrando una legión de soldaditos de plomo con sus cañones y su caballería, unos increíbles juegos de porcelana inglesa, a los que pese a faltarles tapas a las teteras o azucareras —o no completar el número de servicios— eran de tal primor, que aun un ignorante como yo lo reconocería sólo por el tacto. Y Quimonos de seda llenos de moho pero bordados con finísimos hilos de oro, jarrones chinos delicadamente decorados, tapices de gobelino, copas de cristal de Bohemia que producían música al chocar unas con otras, espejos, esculturas de ébano o tallas en marfil más o menos enteras… Ignoraba de qué gen relegado —o recesivo— me venía esta ansia chatarrera, pero lo cierto es que me fascinaban aquellos fenómenos aparecidos cada día, al punto de perder la aprensión a trabajar en ese sitio, a aguantar a la tropa de desgraciados, a las monsergas del nazi, y a lidiar con la marabunta, no sólo de diligentes hormigas o veloces arañitas sino de todas las sabandijas que podían subsistir amparadas en cartones y suciedad.

De modo que cuando Sven se descuidaba y los zombis se afanaban en sus minúsculas empresas, yo me tiraba al sótano como quien se sumerge en un cálido mar de aguas transparentes.

Una de mis primeras decisiones en los reinos del inframundo fue separar la paja del trigo, o sea, la porquería de lo bueno. Que en eso también me iba especializando. Mudaron así de domicilio los platos de la Royal Albert, los huevos —rotos— de Fabergé con sus soportes, las pequeñas tallas de Carrara y las marionetas de Indonesia, para compartir alojamiento en unas cajas limpias y prolijas que yo recauchutaba a diario.

A medida que me iba familiarizando con la mercancía, mi cabeza volaba a los lugares donde quién sabe qué personas la crearon; no dejaba de sorprenderme con cada pieza y, sin la menor intención, estragaba buena parte de sus atributos. Sin ir más lejos, unas preciosas figuras de porcelana china, con delicadísimos e ínfimos dedos, manos, trenzas o abanicos, fueron por obra y gracia de mi absoluta torpeza convirtiéndose en lisiadas. Pese a que ponía el mayor tiento al desenvolverlas o liberarlas de sus cajas, algo de ellas se quedaba en mis manos, más diestras con la pelota que con las antigüedades. La primera que rompí constituyó un hecho traumático. Sopesé el ser honesto y contárselo al nazi, esconderla, o restaurarla con ese nuevo adhesivo que sujetaba con una gotita un rebaño de merinas a la cordillera de los Andes. Opté por esto último comprando el publicitado producto con mis modestos ahorros e intenté, con la pericia cero de la que disponía, fijarle los minúsculos dedos a la geisha de porcelana. Sólo conseguí adherir los míos a ella con una fuerza tan inusitada, que la que tuve que oponer para recuperar la mano dejó al descubierto mis dedos en carne viva. No había retorno, así que oculté el delito y seguí con los recados del día, hasta que la curiosidad y la inconsciencia me llevaron nuevamente a revolver los milagros del sótano, una y otra vez, y a cargarme partes y partes de incontables y, en ocasiones, valiosas piezas.

Afuera, quiero decir, en el mundo exterior, el clima apocalíptico iba in crescendo. Mi vieja cada vez estaba más preocupada por mi hermano, y las sirenas de los coches sin matrícula se habían apoderado de la ciudad como si  fuera su propio coto de caza. Bandas de paramilitares dejaban muertos a granel en los descampados, el gobierno se fragilizaba, y yo persistía en romper, uno a uno, todos los objetos de la tienda de los horrores.

Mi relación con el particular grupo de compañeros y el jefe no mejoraba, aunque debo admitir que, en buena medida, era debido a mi responsabilidad. No hacía nada por congraciarme con ellos. El canijo se había convertido en una especie de embajador ante los tipos rudos que aparecían cada vez con mayor frecuencia detrás de los paquetes descomunales, sin pudor por disimular su oscuro origen. Incluso portaban armas a la vista, con la impunidad que sólo podía darles la pavura que infundían.

Las hermanas se licuaban en el espacio, subsumiéndose la una en la otra, incapaces ambas de enfrentar la vida fuera de esa atalaya engañosa. El viejo practicaba el postrero demi-plié de su desgraciada vida; de hecho, al poco tiempo de huir de allí, supe por el vendedor de diarios que se había ido de este barrio con la misma discreción con la que arrastraba cada mitad de su cuerpo hasta casi juntarse con la otra. Con la malignidad propia de la juventud me pregunté cómo lo habrían desbloqueado para introducirlo en una caja de madera.

La hija del nazi me miró una vez. Hasta llegué a imaginar que sonreía, dejando ver unos horripilantes aparatos de rectificación dental, lo que me llevó a poner en duda mi teoría sobre su imposibilidad de rescate.

El nazi sí que no tenía la más mínima alternativa de cambio. Respiraba felicidad al integrarse a las estructuras del nuevo país que se urdía en los cuarteles. A pasos de gigante, y como si se hubiera preparado toda su vida para ser espectador de los acontecimientos que nos lloverían desde el mismísimo infierno, iba ganando empaque y seguridad, proclamando sin vergüenza sus repugnantes ideas, festejando por adelantado la victoria de los suyos.

Toda vez que lo veía detrás del mostrador, con sus bigotes grasientos y sus tirantes ridículos, me ensañaba con mayor ferocidad con las pocas piezas que restaban incólumes.

El engranaje sutil que había montado con esmero estuvo a punto de irse al traste por la irrupción inoportuna de alguno de los empleados. En un par de oportunidades fue la hija del nazi, Zelda —no podía tener un nombre más apropiado—, la que descendió tímidamente las escaleras del sótano, movida por la inquietud u obligada por su padre. Su imposibilidad de establecer contactos normales con las personas o las cosas me dejaron a salvo, manteniendo mi secreto. La muchacha de vidrio no era capaz de tocar nada que estuviera en el suelo sin ir corriendo a lavarse las manos hasta que le sangraran. Quizás padeciera lo que hoy se conoce como trastorno obsesivo compulsivo —nada extraño intuyendo la crianza que pudo haber tenido— y por eso evitaba aquel sitio en el que yo fabricaba mis tesoros asomándose sólo desde la mitad de la escalera.

Otras veces, las hermanas bajaron, cual siamesas, a decirme que el ogro me requería. Pero tampoco profundizaron en las entrañas de mi territorio. Al viejo   —Isaac— le resultaba imposible lo del sótano, y Bruno, el hombrecito obsecuente, no consideraba de su incumbencia mis dominios. Pero un día bajó Sven acompañado de tres fornidos matones. Por suerte, enfilaron por otro de los pasillos a cuyos lados se apilaban las cajas y pude ocultarme, casi sin respirar, detrás de un montículo situado en el sector en el que practicaba mi experimentación artística. Desde mi pequeño zulo escuché una parrafada tan macabra entre ellos que, para bien de mi salud mental, olvidé por completo al punto de imaginarla parte de un mal sueño.

Por entonces, ya había hecho acopio de decenas de restos: manos y pies de porcelana, lanzas y espadas metálicas, salvavidas y otros mecanismos de madera desprendidos de los barcos de vela, trocitos aleatorios de cristal o loza, restos textiles hindúes que fui cortando con cuidada mala uva, las bellísimas rosas de la porcelana Capodimonte, en fin, un titánico arsenal de belleza que yo había destruido, primero sin intención, y luego con toda la saña de que era capaz mi mente en edad del pavo.

Con ellos, uniendo y desuniendo, cortando, lijando, pintando, encastrando unos con otros, al principio sin orden ni concierto y luego con un sentido de la estética que me desconocía, fui armando artilugios que yo llamaba descaradamente obras y que constituyen el objeto de este recuerdo.

A fuerza de desplegar una paciencia de anacoreta y un ingenio de prestidigitador, fui creando formas nuevas a partir de mis existencias de reliquias. Iba progresando con cada emprendimiento, así como se disipaba, paso a paso, mi temor a realizar esa actividad clandestina. En pocas semanas junté una discreta cantidad de piezas que me llenaban de orgullo y me reivindicaban, con una venganza sorda, frente a ese homínido descalificador que era mi jefe. Lo que hacía en ese sótano mugriento, escondido, manipulando la cultura con mi ignorante destreza, era toda una declaración de principios que he tardado siglos en comprender.

Reuní mis obras en cajas de zapatos, con sumo cuidado para que no se rompieran, y lamenté la imposibilidad de exponerlas al juicio ajeno. En mi fuero interno sentía que eran todo un hallazgo.

El verano estaba llegando a su fin y debía prepararme para continuar mi malograda secundaria lo cual, en el fondo y para mi sorpresa, deseaba. Aquel agobiante verano daría paso a un otoño gris, que desembocaría en un invierno interminable: una eternidad sangrienta.

Me preguntaba si podría rescatar mis criaturas antes de despedirme para siempre del estío, de la inocencia y de ese lugar que olía a muerte, o si la mejor de las venganzas posibles consistiría en dejarlas allí, a la vista de todos, para que las descubrieran y entendieran que el mundo iba más allá de sus taradas ambiciones, cuando la realidad, que a veces es hasta justiciera, definió a mi favor la partida.

Al día siguiente de recibir mi magro finiquito e ir a decir adiós para siempre a aquellos engendros, un fuerte dispositivo militar impidió que me acercara a la tienda. Unas horas antes el inmueble había explotado en mil pedazos, aparentemente víctima de un atentado subversivo contra un jerarca policial que vivía en el edificio contiguo. No pude conocer la suerte corrida por mis excompañeros o el nazi; los milicos impedían el paso a cualquiera que no formara parte de sus huestes, por lo que mantuve un alejamiento prudencial oyendo el ulular de las ambulancias.

Al regresar unos días después, y ya que los diarios apenas mencionaron el suceso, llegué a evaluar los efectos de la explosión que derrumbó parte de la estructura de la casa. El artefacto había sido colocado en el edificio aledaño, pero, por razones que desafiaban la lógica, la mayoría de los destrozos tuvieron lugar en el nuestro. El vendedor de diarios me dijo que la bomba estalló de madrugada, por lo que ninguno de los empleados había sufrido daños, excepto el dueño y otra gente con la que celebraba una reunión muy nocturna, quienes volaron a alturas que en vida jamás habrían acariciado. Con ellos, como un símbolo de justicia poética, se elevaron también mis pequeños errores por subsanar.

Ese verano había destapado cosas que cambiarían mi vida para siempre. Cosas, cuyo sentido procuro comprender desde entonces. A los pocos meses, cuando todo fue a peor, mi vieja me metió en un avión y me fletó para España con sus parientes. Aquí es donde vivo desde el setenta y seis; pese al tiempo transcurrido aún no he querido o no he podido regresar.

El Beto fue desaparecido como tantos miles de personas durante los largos años de invierno, y jamás hemos vuelto a saber nada de él. Mi madre recorrió impenitentemente decenas de despachos buscando una verdad y una justicia que nunca le llegaron. Murió de un infarto dos años después, sin que ninguno de sus hijos estuviera a su lado.

Yo soy artista, podría decirse que de éxito. Mi trabajo consiste en destripar piezas de todo tipo, antiguas o contemporáneas, regateadas en los rastros de Europa, rescatadas de su opulenta basura, donadas por amistades consecuentes, y armar otras. Otras que construyo con infinita paciencia, con el máximo celo, con la mayor de las dedicaciones, y que luego hago volar con elegancia por los aires, en una ceremonia purificadora.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sándalo

O recendo permanente das lembranzas

Novela de María Xosé Porteiro

Luz Darriba, Lugo 23 de maio de 2019

A experiencia de entrar mo mundo de Sándalo é moi fonda. Pode que teña que ver coa impresión, a apelación aos sentidos que xorde da propia aroma, unha palabra que recende dende o papel, os distintos aromas que impregnan a novela toda, o olor a rúas quecidas ao ritmo lento e trepidante á vez do Caribe, naquela Cuba que abraiaba ao mundo co seu desenvolvemento precoz respecto ao resto de Latinoamérica, e mesmo respecto da península. Esa illa marcada polo sol do trópico, pola inmigración galega, polos milleiros de persoas escravizadas que levaron dende África, por esa poboación orixinaria á que frei Bartolomeu das Casas chamou guanahatebeysiboney e taína, que, aínda que decimada polo conquistador e a súa ringleira de enfermidades e pestes, deixou tamén a súa indelébel pegada.

En Sándalo as comidas recenden, as paisaxes recenden, a mar recende, as roupas tan propias do Caribe estabelecen con nós un contacto visual permanente, as conversacións están cheas de ardor e até o amor, en todas as súas etapas, non falta nesta novela. Unha novela que non podía quedar a medias en nada porque está escrita por unha muller que colleu a vida e a puxo de fular, coma quen se abriga con ela, a acomoda, a embelece, a distingue. Xa sabedes, hai xente que vive e xente que honra á vida. E esta señora honra a vida.

E, xa que logo, estamos diante dunha obra coral e universal que, non por azar, fala de nós. Fala dun pobo migrante por excelencia; un pobo que deixou a súa pegada no mundo de mil e unha maneiras. Fala tamén de Cuba, a Perla das Antillas, a illa lagarto verde tan chea de contidos que dun xeito ou outro nos interpela e reclama permanentemente.

Sándalo está dividida, é un dicir (porque escapa a calquera clasificación) en cinco libros, que, coma unha colcha de farrapos van unindo as doas dun colar que rematan ao final tecidas por unha redeira das palabras e dos pensamentos, que ganduxou a vida de varias xeracións tras dun relato sorprendente, fantástico e familiar ao mesmo tempo. E falo dunha rede porque nos vai enredando até quedar completamente subxugadas pola experiencia Sándalo. Unha madeira dun olor moi penetrante e persistente.

A árbore sándalo, que vén da India, aínda que atopou na nosa América un xeito moi semellante de supervivencia, é unha especie sagrada que se utiliza en rituais, e cuxa tala está penalizada. Vive os cen anos dunha longa vida humana, aínda que, nesta novela, a forza do sándalo nutre aos moitos personaxes entran e saen ceibes do tempo e da distancia, teñen raíces, mais tamén teñen alas. En torno ao nome desta novela tamén hai algo sagrado, algo dos misterios transmitidos de xeración en xeración, dos secretos familiares, das vidas únicas que instalan neste mundo esa única mirada. Porque Sándalo é unha novela, para min inclasificábel, que tira do almacén da biografía, mais tamén da biografía da humanidade. En Sándalo a Historia con maiúsculas abre paso a ducias de historias, con minúscula e non por iso menos importantes. Historias dentro da historia, historias das persoas anónimas que se mesturan coas historias de moitas xente cuxos nomes coñecemos por estar non libros de Historia. E como as persoas de calquera índole son iso, persoas, viven as súas vidas, constrúen realidades paralelas, deixan un legado, aman, odian e morren. E todo isto está recollido en Sándalo, dende Martí ou Del Riego até a famosa Macorina á que lle cantou Chabela Vargas. Dende Curros Enríquez a un Laxeiro ao que non se lle pon nome, mais sabemos que só pode ser el, co estigma do «Pintamonas», o alcume que nos poñen aos artistas nalgún momento, as veces eterno das nosas vidas. E, por suposto, en Sándalo vive un anaco o Picasso latinoamericano, Wilfredo Lam.

Todo en Sándalo e descubrimento ou outra ollada sobre feitos dos que coñecemos a visión oficial, entendendo por oficial ao que marca o poder en cada momento, en cada etapa. Aquí se intúe, se redescubre a posibilidade de que tal o cal personaxe tivese unha alma humana, non só de frío bronce de estatua. E mentres se tecen e destecen vidas e circunstancias históricas que afectan esas vidas, vai e se nos atravesa unha guerra de independencia e unha apropiación da illa de Cuba por parte do imperialismo ianqui nacente; e unha república en España que prometía esperanza, educación, respecto, liberdade, xustiza, igualdade, prosperidade, e que por todas esas razóns e destruída coa máis grande ruindade nunca vista. Despois esa salvaxe guerra de exterminio e ao acabar a paz dos cemiterios. Todo isto e vivido e revivido polos personaxes de Sándalo, así como tamén se intúe o nacemento dunha revolución e duns revolucionarios como o querido Che Guevara, que entrecruza parte do seu breve andar pola terra con esta madeira de sándalo. Historias e intrahistorias, realidades ficionadas para tecer esa rede cativadora que lea nunha lectura que malia as 400 páxinas nos sabe a pouco.

En Sándalo hai denuncia e hai vitorias, hai fracasos e derrotas e tamén risas e esperanza. Cústame atopar o que non hai, porque vén provista de todo. A masonería, os ritos africanos e a santería que agroma na illa, as desgrazas propias das mulleres por seren mulleres, a alegría das mulleres por seren mulleres e a ensinanza e a bravura das pioneiras. Tamén pasan por Sándalo Rosalía e Concepción Arenal e dona Emilia Pardo Bazán, e as «literatas» e feministas cubanas, como Gertrudis Gómez de Avellaneda, a autora de Sab, a que se considera a primeira novela antiescravista, e as que loitaron polos dereitos de todas, as sabias, as masonas, as republicanas, as vermellas, as anarquistas, as prostituídas, ás mulleres que curan, as ceibes, as mulleres libres que loitaban pola liberdade das e dos demais. E tamén, como non podía ser doutro xeito tratándose de Cuba e de Galicia en Sándalo hai música. Orquestras completas de tres, páilas, güiros e trompetas, e até o piano do mesmísimo Beni Moré, que non podía faltar á cita. E por suposto baile, son que se expande coma o recendo e penetra na «ialma», como dicían daquela.

Parece que vos contei moito, mais non contei ren. Porque en Sándalo hay, ademais, intriga, espionaxe, toques de santos iorubas, misterios sen resolver e traizóns que non se esquecen, e que, como a memoria, chimpan no noso peito pola noite pedindo reparación. Sándalo é unha aventura en parte vivida e contada coa ollada dunha nena, dunha adolescente e dunha muller, todas elas unha, que pregunta e se pregunta a si mesma, que descubre universos paralelos ao carón da súa casa, que atravesa os océanos en milleiros de viaxes de ida e volta, nos cales non conseguiu xamais esquecer o son das ondas rompendo contra o malecón habaneiro, o entrañábel das amizades e dos primeiros amores, e o recendo inconfundíbel da madeira de sándalo.

Os lapis debuxan sobre o mar

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Os lapis debuxan sobre o mar

 

Lucía, a transmisora das voces baixas da intrahistoria, das voces dos vencidos, de familias desfeitas por dous golpes de Estado, activa o funcionamento do aparello que codifica a memoria. Daquela todo volve ter sentido. Xa que logo, para unha muller que comparte con Iria, a súa descoñecida curmá, tantas cousas: a orixe, a xeración, a loita, as Belas Artes e o destino que, para quen escribe, afortunadamente, esvarou no instante último dando paso a tantos mandatos eternos, Lapis na noite, a moi valente novela de Ramón Nicolás, abre as portas dos buratos de Alicia, dos rescaldos anoados nas estacións que teiman en pasar, pase o que pase, das carochas das vellas árbores que aínda seguen en pé aniñando os vellos soños, e das ondas do mar que parecen, mais non son, nunca o son, as mesmas.

Meu pai e miña nai subiron en xaneiro do 51 a bordo dun barco inglés, sen pasaxes e co posto, e o mar, o demiúrgo de tantas historias de ida e volta, levounos á capital máis austral do continente: Montevideo. Atrás quedara a familia que non sabía dos seus plans, e a longa noite de pedra adherida á pel de tanta xente como unha mala tatuaxe. O vello anarquista, tocado para sempre por esa guerra noxenta aos dezasete, tiña claro que o mar era aínda pouca distancia para se separaren todos dos horrores. Mais os horrores semellan ter un chip de busca que te atopa onde vaias e a nós deunos de canto na caluga na Arxentina dos milicos xenocidas.

Ramón Nicolás e mais eu (aínda que el non o saiba) estabamos a practicar a abordaxe, ao mesmo tempo, daquelas praias do río cor lombo de león máis sanguento ca nunca. Eu volvín, con corenta anos distribuídos no macuto e o compás dando tombos por se fincar no seu sitio. Mais Ramón Nicolás volveu dende a máis absoluta xenerosidade e cun profundo respecto. Volveu dende a mirada de abraio de Lucía, dende a súa sensibilidade fendida polos ocos da inocencia. A miña novela atopará pronto, espero, o seu camiño, e oxalá chegue a petar nas conciencias como o está a facer Lapis na noite. Porque é absolutamente imprescindíbel. Porque temos unha débeda, sinto eu, como galegos e galegas con todas esas historias pequenas e grandes das e dos conmatriotas alén mar; con esa diáspora que traballou tan arreo para axudar a Galiza e que foi tristemente esquecida na súa propia desgraza. Síntoo, mais teño que dicilo. A máis abandonada á súa sorte, merda de sorte, das colectividades. A máis desprotexida. España non mirou ren por nós e Galiza atopábase, talvez, na procura do seu propio compás. Seis centos sete españois nativos ou descendentes (cantos deles galegos/as? Seguro que a maioría) foron, segundo se coñece, secuestrados e asasinados pola ditadura cívico-militar-eclesiástica na Arxentina dende 1976 até 1983 do pasado século. Entre eles Antonio Adolfo Díaz López, o cedeirés chegado ao porto de Bos Aires no 52 con cinco meses de vida, o fillo querido desa galega imprescindíbel, Dionisia López Amado, Nai de Praza de Maio, fundadora da Comisión de Familiares de Desaparecidos Españoles, e amiga que tiven a sorte de albergar na miña casa de Lugo cando puido, á fin, vir a súa terra de visita na metade dos 90. Ela laiábase desa falta de afecto e interese polos galegos da diáspora, ela dicía que tiñan sido moitas máis as vítimas do xenocidio, ela pensaba que o número dos descendentes de galegos e galegas asasinados era moito maior. E que toda esa xente estivo desprotexida por unha embaixada inoperante ou cómplice. E os demais, moitos e moitas, vivimos na sombra e no terror, na clandestinidade, e ao bordo constante dos abismos todos. Ela, e os seus riseiros olliños azul celeste, tomaba mate comigo na cociña do meu piso de Lugo e contábame a min, a esa muller contemporánea do seu fillo e compañeira de militancia, como era de bo o seu Antonio. Como eramos todas e todos de bos e xenerosos, como fomos quen de poñer a vida ao servizo de ideas liberadoras da condición humana e de ser coherentes con elas. A miña xeración, da que estou tan orgullosa.

Non é de estrañar logo que a novela de Ramón Nicolás estea a mobilizar todas as miñas historias daqueles tempos. E faino porque realiza un traballo prolixo, exquisito diría eu, de investigación histórica contrastada. Porque se aproxima aos feitos cun respecto que se pode sentir en cada páxina. Porque dá forma a unha das tantas historias que, ocorreran ou non, teñen cabida na noite dos horrores. Na noite do 16 de setembro de 1976 na que uns monstros malnacidos que tomaran pola forza o poder o 24 de marzo dese ano, decidiron “chupar” e, logo dun tempo de múltiples torturas, acabar coa vida de seis dos dez estudantes de Belas Artes, rapazas e rapaces, secuestrados en La Plata por loitaren pola vixencia dun boleto máis barato para o estudantado. Tiñan todos menos de dezaoito anos.

Volvendo a Lapis na noite, unha novela, creo eu, sobre a memoria en toda a súa acepción, non pensedes que destripo a trama. A trama, tecida con varios fíos que apuntan ao labirinto do minotauro, viaxa sen pasaxe pola mar oceana na procura do seu tempo de colleita, na busca dunha xustiza poética que ninguén vai negarnos. A trama, conducida por voces narradoras pensantes e claras, fala dende a alma. Levan o lapis para soster as pancartas e debuxar, seica, un outro destino. E resulta que as voces da alma non poden destriparse, porque se comunican dende outro chanzo da existencia. Hai que lelas, pensalas, sentilas e darlles vida. Entón, os lapis, teimudos, firmes, activos, son quen de realizar as fazañas todas. De esborranchar na noite os sons da esperanza de xustiza, de recontar a historia co máis profundo dos afectos, de bocexar dun xeito indelébel novos soños, espallados como illas sobre a inmensidade do mar.

Luz Darriba

Lugo 10/07/2018